miércoles, 9 de septiembre de 2009

Porteñas - (Un relato erótico de Ana von Rebeur, que gusta mucho a los hombres... )


El había llegado ansioso a Buenos Aires. Sus colegas más viajados le habían contado que las mujeres argentinas eran muy bonitas, y que las porteñas tenían una sensualidad fogosa. Esto ya lo había detectado a bordo del avión que lo trajo a Ezeiza: algunas pasajeras brillaban con luz propia. ¿Qué tenían ellas, que las hacía tan especiales? Lo pensó largamente mientras las observaba desde su asiento de pasillo. Todas ellas estaban impecablemente maquilladas. Se vestían sensualmente y no dejaban de tocarse el pelo, como invitando a otro a acariciarlo. Todas lucían anillos y collares, tenían inquietas. Hablaban mucho y apasionadamente, y sus ojos no perdían detalle de lo que había entorno. Una rubia le había sonreído sensual al cruzar su mirada con la de él, y el resto del vuelo lo había apuntado con la punta de su pie, como señalando que lo había elegido. Tuvieron una breve charla junto a la puerta del lavabo, y ella rió mucho con las ocurrencias de él, pero como la pasar dejó en claro que regresaba a Buenos Aires a reunirse con su esposo, pero dejando entrever que estaba dispuesta a volver a verlo. O sea que, casadas y todo, las porteñas coquetean igual. Y él estaba dispuesto a averiguar por qué sucedía esto.
Apenas terminó la reunión de negocios, se fue a caminar por la calle Florida. Vio mujeres hermosísimas, con faldas demasiado cortas para la moda actual, y jerseys demasiado ceñidos para estar cómodas. “Está claro que la argentina prefiere estar atractiva a estar cómoda”, decidió. Las miró a los ojos, y se sorprendió al ver que le sostenían la mirada, desafiantes. Las vio observar zapatos, ropa, cosméticos, lencería, embelesadas ante los escaparates. Nada de la androginia tan de moda en Europa. La profusión de mujeres atractivas era tal, que resolvió ser más selectivo. Siguió brevemente a una rubia de pelo corto y boca pulposa, enfundada en una gabardina color Río de la Plata que dejaba adivinar un culo firme y redondo como una ciruela verde. La invitó con un café. Ella lo miró de arriba abajo y le dio vuelta la cara con desprecio. Sin amilanarse, caminó detrás de una pelirroja de pelo largo y lacio con pechos que desbordaban el escote. Le preguntó si podía caminar con ella y ella aceleró el paso, asustada. Ya llegaba la hora de almorzar, y adivinando que si seguía así almorzaría solo, llamó a su amigo Quique, y le narró la situación: “Quiero ligar con una argentina, pero son muy ariscas”. “Déjalo en mis manos” le dijo Quique, “En veinte minutos te paso a buscar con una amiga” . El no perdió el tiempo, y siguió saludando y piropeando a cuanta mujer atractiva se le cruzó. Todas coqueteaban alevosamente de lejos, hasta el momento en que él las encaraba, y luego huían despavoridas, tal vez asustadas por su propia capacidad de seducción.
Esperó ansiosos a Quique , que llegó con dos muchachas , una rubia de cabellos rizados hasta la cintura y dulcísimos ojos color miel, y otra de carita redonda, largas pestañas negras y cabello ultracorto, que dejaba desnudo un cuello de curvas suaves que movía como en cámara lenta .
El no comprendió bien quién era la rubia, pero supo que la morocha era documentalista de cine, que había viajado varias veces a Europa, y que estaría encantada en volver allí. Apenas pudo escuchar las palabras, porque se obsesionó en observar cómo las decía. Cuando ella hablaba, su boca apenas se abría. Sus palabras salían como susurros entre dos labios llenos y apetitosos, rápidos para la sonrisa que dejaba entrever unos dientes pequeñitos y una lengua apenas rosada. Almorzaron los cuatro apretados en una mesita para dos, algunos bocados árabes que el no pudo casi tragar después de que la morenita de pelo corto le limpiara la salsa de yogurt de su mejilla con un dedo, diciéndole entre risas , “Qué bebé que sos, te ensuciás al comer” , lo que le provocó una erección instantánea. “¿Esta mujer está coqueteando conmigo?”, se preguntó, fascinado. No hizo falta pensarlo demasiado: el muslo se pegó al de él . No: más bien se apretó con fuerza contra él. Ella le clavó sus ojos pardos mientras le ofreció una servilleta. El sujetó en su mano la manito suave que sostenía la servilleta, y ella no hizo ningún ademán de retirarla. Quique seguía conversando animadamente con la rubia, así que él siguió sujetando esa manito. Hubiera sido demasiado complicado preguntarle al amigo por las reglas de etiqueta en un almuerzo improvisado con amigas de él.
Se debatía pensando qué hacer: si tomaba una iniciativa muy directa, tal vez ella se asustaría como todas las argentinas que había abordado en la calle. Si no lo hacía, sería peor: ella pensaría que no estaba interesado. No tenía tiempo que perder...después de todo se quedaría solo cinco días en Buenos Aires. Y ella era la única porteña que no se estaba escapando de su lado. Mientras pensaba esto, se dio cuenta de que aún no había soltado la mano de ella, ni ella la había retirado. Entonces le acarició la pierna con la punta del dedo, por debajo de la mesita minúscula. Y ella apretó su pierna aún más contra la de él. Sintió que el corazón le saltaba en el pecho. No por miedo a ser descubiertos, sino por miedo a estropear todo, a que ella dijera “Basta” , a que se cortara la ilusión por un paso en falso, a que se cortara toda posibilidad por no decidirse a jugar fuerte.
El le puso la mano abierta sobre el muslo, con toda delicadeza. Ella le sonrió y bajó la mirada como diciendo “Sigue...no te detengas”. El se sorprendió al sentir que ella ajaba su manito diminuta, la misma que la había alcanzado la servilleta, para acariciarle la pierna con extrema dulzura, como un hada tocando un arpa. Sintió que una deliciosa ola de calor le llegaba a la cara, y temió que se notara su terrible erección bajo el mantel demasiado corto....
- Bueno, ¿vamos yendo, que todos tenemos que volver a trabajar? – dijo de pronto Quique.
Su voz sonó extraña, como lejana y fuera de lugar. Él y la morena se sobresaltaron, se tomaron la mano debajo la mesa, como diciendo “Esto sigue luego” , y mintieron:
- De acuerdo, vamos yendo.
Ella se levantó y caminó hacia la salida. Él aprovechó para mirarla de cuerpo entero. “Deliciosa”, pensó, encantado de haber estado junto a la argentina más bonita. Comprobó que se deshacía de deseos por esa mujercita de manos pequeñas y andar grácil. Salieron las dos chicas adelante, mientras que los hombres caminaron detrás. Le iba a contar a Quique lo feliz que se sentía por esa pequeña aventura, lo agradecido que estaba de que le hubiera presentado a esa dulzura de mujer y la impaciencia que tenía por seguir la historia...Pero Quique, como buen porteño, habló primero:
- Tenés suerte, macho – le dijo- La rubia está muerta con vos, y a mi mujer le caíste re-bien. Cómo te envidio... ¡las porteñas se derriten por los extranjeros!

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